Las crisis


 Todo está negro, estás a punto de suicidarte. Nada te sale bien. Tienes problemas económicos, te sientes solo, todo parece estar en contra de ti. Piensas en el suicidio, la única vía para salir del sufrimiento. El suicidio, acabar con tu vida, para no afrontar los problemas que parecen estar a punto de destruirte. Ahí viene el dilema: ¿La vida es buena o es mala? Si es buena, ¿por qué sufro?; y si es mala, ¿para qué seguir viviendo, estamos condenados al infierno eterno? La otra posición, la vida no es buena ni es mala, es neutra. Esa neutralidad no me gusta, porque siempre cabe la posibilidad de caer en el lado malo. Si la vida es mala, eso significa que no tiene sentido vivir, y por lo tanto la única vía es el suicidio, pero da lo mismo, porque en el otro lado también habrá sufrimiento, porque todo es malo. De pronto, algo ocurre, se te vienen a la cabeza momentos felices, piensas en tus padres, en tus amigos, en el sol, en la luna, en los animales, en las plantas, en los colores, en las formas. La misma vida te dice: no, la existencia no es mala, es buena. Si es buena, ¿por qué sufro? ¿Por qué siento dolor? Y la misma vida te responde: porque así como existe el día, existe la noche; así como existe la luz, existe la oscuridad. Así como existe el placer, existe el dolor. Es un equilibrio, un equilibrio oculto. La vida también te dice: allí radica la belleza del universo, en los opuestos. Si sólo hubiera luz, faltaría algo. Si sólo hubiera blanco, faltaría algo. Si sólo hubiera placer, faltaría algo. El universo es bueno porque es perfecto, porque todo existe en él. Hay vida, pero también hay muerte. Hay luz, pero también hay oscuridad. Hay placer, pero también hay dolor. La vida te dice: no te obsesiones con este misterio, simplemente vívelo. La vida es bella por este misterio. No trates de resolver el acertijo de la vida, simplemente vívela. De pronto, te das cuenta que en tu vida hay placer, y también hay dolor; que en tu vida hay momentos felices, y momentos tristes. Que toda la humanidad está en la misma situación. ¿Entonces? El problema es que te apegas al placer, o sufres con el dolor. De repente, te das cuenta que el sufrimiento consiste en negar el dolor, y apegarse al placer. No dejas que la vida fluya, no dejas que la vida se desarrolle, no confías en la vida, estás tenso, estás rígido. ¿De qué sirve la rigidez? ¿De qué sirve la tensión? ¿De qué sirve la preocupación? ¿De qué sirve el miedo? De nada, porque la vida seguirá desarrollándose como es. El sufrimiento consiste en tu forma de afrontar la vida, de afrontar los opuestos. Si muere un ser querido, no aceptas la situación. Piensas que la vida te odia al quitarte ese ser querido. Pero no, la muerte le sucede a todo el mundo, a todas las personas. La muerte del ser querido genera dolor, dolor moral. Allí está el dolor, pero éste se convierte en sufrimiento cuando no aceptas ese dolor. El sufrimiento es subjetivo, es no querer fluir con la vida, es no confiar en la vida, es no vibrar al ritmo del universo. La existencia va en una dirección, y tú vas en otra. Nadas contracorriente, y te sientes miserable. Toda esa tensión, toda esa preocupación, toda esa rigidez, son las que te hacen sentir miserable. Y entonces piensas: “La vida es mala”. Pero no, no es mala, es buena, tremendamente buena; el problema es que no fluyes con ella, no confías en la existencia, te opones a ella, y allí radica la raíz del sufrimiento. Tu vida es como un río que fluye hacia el océano, hacia el todo, hacia la plenitud. Pero tú, te opones, nadas en contra, pones talanqueras, creas problemas, te auto-torturas, te autodestruyes, y eso se llama sufrimiento. La otra opción es fluir con la vida, no poner talanqueras, abandonarte a la existencia, fluir con el universo. Dejarte llevar, confiar. Relajarte. Si muere un ser querido, esa circunstancia genera dolor. Pero, si te aferras a ese dolor y no aceptas la muerte de ese ser querido, generas sufrimiento. Si aceptas la muerte de tu ser querido, y sabes que esa circunstancia en todo caso tiene una razón basada en el amor, con el tiempo el dolor se convertirá en serenidad, estás en paz con la vida. Déjate llevar, coopera con la vida, observa la vida, deja fluir el río, no pongas obstáculos. Ésta es la filosofía del budismo. En el budismo la causa del sufrimiento es el deseo, esto es, nuestra terquedad, nuestra caprichosa forma de ver la existencia. Si nos acoplamos a la vida, si fluimos con él, nace en nosotros la dicha. Porque a pesar de los opuestos estamos centrados en lo que somos originalmente: conciencia. Somos una conciencia observadora, para saber las cualidades de esa conciencia observadora tenemos que meditar para acallar nuestros pensamientos, porque todo ese ruido interno no deja que sepamos lo que somos realmente; una vez se acallan nuestros pensamientos, logramos conocernos de verdad, y eso en el budismo se denomina: iluminación. Ya estamos iluminados, pero sólo en ese instante lo corroboramos. Las crisis te llevan a pensar en todo esto, tienes dos opciones: destruirte o volverte a crear. Puedes suicidarte, pero tarde o temprano te enfrentarás a la misma situación. Suicidarte sólo es esto: postergar la solución. La otra opción es volverte a crear, volver a nacer. Fluir como ríos hacia el océano. Confiar, relajarte, sonreír, observar, meditar, dejarte llevar. La vida es buena, pero tú no lo crees, no confías. Confías en el mal, crees que la lucha, que la preocupación, que el miedo, son deberes tuyos. Crees que el sufrimiento es una obligación, crees que es la respuesta obvia a lo que sucede en la vida. Pero no, tienes que tomar una decisión. Dejar de sufrir significa aceptar la vida como viene. Fluir con ella, relajarte, dejar de preocuparte, observar, meditar, sonreír. Entonces, te encuentras en una nueva situación: en una paz basada en tu propia actitud, que no viene de afuera, viene de tu interior, por primera vez en tu vida te das cuenta que la felicidad viene de adentro y no de afuera. Allí, afuera, sólo hay opuestos. Adentro de ti hay unidad. El exterior está fraccionado, está desunido, o aparentemente así parece; en el interior de ti mismo hay unidad. Las crisis sólo te dan una lección: la felicidad que buscas afuera, está dentro de ti. En tu conciencia está la clave de la felicidad. Si quieres que el universo se ajuste a tus deseos estás perdido, te enfrentarás a más crisis, porque el universo no es como tú quieres, el universo es como es, y punto. Si te ajustas al universo, si lo observas con benevolencia, con serenidad, si te fundes con él, sentirás paz, sentirás dicha. Observa el río, la vida es como un río que viaja hacia el océano. Hay una anécdota sobre Buda que me gusta mucho: “En un pueblo había una mujer. La mujer tenía un hijo, pero éste se murió. La mujer caminaba por las calles del pueblo con el hijo muerto en sus brazos. Lloraba, se lamentaba. Buda habló con la mujer, y le dijo que si ella encontraba algunas semillas de mostaza de provenientes de una casa donde nunca se hubiera muerto nadie, su hijo resucitaría. La mujer salió a buscar las semillas, pero no encontró ninguna casa donde no hubiera muerto nadie, y así se lo hizo saber a Buda. Éste le respondió que la muerte era esencial a la vida, que a todas las personas les afectaba, y que por lo tanto, no tenía sentido que ella siguiera aferrada a su dolor. Porque el sufrimiento de la madre, era negar el dolor de la muerte de su hijo”. La mujer no fluía, no confiaba en la vida, pensaba que el universo la había castigado a ella, y Buda le hizo ver que no era eso, que todos estábamos sujetos a la muerte. Asumir la vida, enfrentar la vida como venga, relajarnos, sintonizarnos con el universo, saber que todo tiene un propósito benéfico a pesar de que aparezca como una desgracia, o como el mal. Ésa es la disciplina: asumir el misterio, vivir el misterio con benevolencia. Las crisis te llevan a obtener ese poder: el poder de ser feliz. Auténticamente feliz, no artificialmente feliz.


     

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